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sábado, 13 de marzo de 2010

El examen de admisión

Doce del día. El calor comienza por golpear más duro a todos los que hacemos fila para poder dar vuelta sobre Av. Tlahuac. El aire adquiere un aroma desagradable conforme se avanza. Finalmente me bajo de la camioneta de mi esposa, quien amablemente me ha llevado hasta los confines de nuestro mundo. Camino lentamente, viendo toda aquella atmósfera extraña. El hervidero de gente. Muchísimas familias acompañando a su hijo o hija a hacer el examen que sin lugar a dudas, cambiará su rumbo. Las esperanzas depositadas en su retoño. Los rostros de preocupación no pueden ser escondidos ni disfrazados con sonrisas. La frase “buena suerte” comienza a ser muy socorrida. Me abro paso entre las miles de personas que deambulan al parecer sin rumbo y me formo para poder ingresar a la universidad y poder hacer mi examen. Entramos. Parado en medio del patio, bajo el sol tlahuquense, me pongo a observar de soslayo a la gente que va a hacer su examen. La diferencia es que yo pasé por eso hace más de catorce años y no tengo absolutamente nada que perder. El resto sí. Se juega su futuro, y sobre todo el de su familia. Muchos se muerden las uñas; otros no paran de ver su teléfono celular. Yo sonrío ante todo aquel espectáculo. ¿Acaso así me veía yo cuando una mañana de hace 14 años hice mi examen de ingreso a la universidad? No recuerdo bien, pero si tengo muy claro que no iba vestido con pantalones entubados o con algún corte de cabello estilo cavernícola, como vi a muchos. El llamado México profundo está ahí. Es el tipo de gente que compone a más del 95% de la población. Nadie de todos los que vi se escapaba, todos eran autóctonos. Como decía mi padre, <¿Y este es el futuro de México?> volví a reír recordando sus sabias palabras. me digo una y otra vez. Es casi la una de la tarde y comenzamos a avanzar en busca del salón. Llego. Son puras sillas (si, de esas súper incómodas, de alquiler) y una pequeña tabla de conglomerado de madera que servirá para apoyarnos. Comienzan a pasar lista. La espera se vuelve exasperante y el hedor insoportable. Finalmente a las dos de la tarde entregan los exámenes e inicia el desenlace de esta historia. He de reconocer que me dio risa el ver ciertos ejercicios, sobre todo de matemáticas. Obviamente no me iba a acordar de muchas cosas, porque sencillamente hace más de catorce años que no veo. No pienso mucho las respuestas de todo aquello que sencillamente no sé y me apresuro a llenar la hoja de respuestas, sosteniendo con mi mano izquierda mi pañuelo contra la nariz (el olor resulta asqueroso).

Son las tres de la tarde. Al borde del vómito (una gorda que se ha sentado delante de mi apesta, su ropa apesta, su sudoración apesta) me levanto abruptamente y entrego mi examen. He sido el primero en terminar el examen de todos. Salgo de ahí casi corriendo, huyendo prácticamente de aquel mundo que siempre me fue ajeno. Salgo de aquella escuelita a la calle y me topo de frente con miles de personas que están esperando a sus hijos. Escucho murmuros. . El espacio está acordonado por una delgada soga. Así atravieso por la mitad de la calle, entre miradas de padres de familia que empujan la carriola del hijo recién nacido, de madres preocupadas, de hermanos con mal augurio y salgo finalmente a Periférico. Me alejo corriendo de ahí y me trepo a primer autobús que pasa. Me siento en la última fila de asientos. , río para mis adentros.

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